Tres: la muerte de la tarde

La encontró entre los árboles, manchada de sangre. Pensó que tal vez habían maltratado a su vecina con la misma soga. Recordó la tarde que estuvieron pegando carteles con su cara en las calles, también, que cada vez que rompía la cinta con pegamento las manos le sudaban, la realidad parecía alejarse, su mamá y su hermano parecían perderse entre los adoquines rotos; creía poder sentir empatía con los hijos de la desaparecida.
   Recogió y observó la riata, esa mancha oscura bien podría ser otro líquido menos sombrío, ¿Aceite tal vez? de cualquier forma sólo fue una herramienta para infligir dolor; ya no estaba cerca el maldito ser que la había utilizado (¿O si? Nunca hubo nadie señalado como culpable de la agresión y ya habían pasado al menos cinco años).
   Intentó imaginar el frío que debió sentir al estar afuera entre los árboles en la noche, el rocío condensado en su piel como cuando uno duerme al lado de la fogata y las ganas de ir por más leña son indescriptiblemente resbaladizas, uno se acurruca y trata de dormir otros minutos intermitentes hasta que la luz acarrea el ánimo para levantarse.
 
   Escuchó un pájaro que ya reconocía, le dijeron que era un jilguero. Fue el mismo sonido que lo despertó la última vez que salieron a acampar. Un sonido inestable propio de un flujo de agua fría cabalgando las rocas entre la bruma matutina, fluir sonoro capaz de descubrir los recuerdos ocultos y desvestirnos, quitar todo recubrimiento artificial o creado por la sociedad.
   La tarde menguaba y el frío apenas empezaba, decidió caminar de regreso sin recoger nada. En las calles sintió la vaciedad de una botella lista para ser rebosada por vino de manzana u otra bebida embriagante, siguió bajando hasta el puente donde eventualmente veía subir a la muchacha (en realidad era madre de alguna criatura) que atraía su atención: su mirada no podía despegarse de sus nalgas. Quería saber si ella tomaría la iniciativa en el hipotético caso de que estuvieran solos bajo el manto verde del follaje cuando la tarde moría y las luciérnagas y murciélagos cruzaran el vasto cielo morado y el sonido de las hojas aplastadas sin cuidado fueran los tácitos testigos del momento.
   Sus manos tomarían las de él para ser abrasados por los vapores húmedos de sus cuerpos, sobre la espalda de ella dibujaría una a en círculo con la lengua, la misma lengua que ella enlazaría con la propia en un encuentro casual y apresurado, como a menudo es el primer contacto de dos extraños que ya no lo serían jamás, podrían expresar su complicidad con su aliento, su piel y pensamiento, mientras no hubiera conocidos cerca.
 
   Volvió sólo a su casa y pasó la tarde y noche inventando acrobacias que nunca llevaba a cabo, observando las copas de los fresnos bailando mientras la noche sorbía la luz de la estrella más cercana y salpicaba millones en su lugar.
—Ik

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